Cementerio de hoteles en Epecuén

Pasaron casi 30 años desde que la inundación de 1985 hizo desaparecer a Villa Lago Epecuén. A quienes no lo conocieron, les cuento que era un pujante pueblo del sudoeste de la provincia de Buenos Aires que se había convertido en un importante destino turístico gracias a las propiedades curativas de sus aguas, que tenían 350 gramos de sales por litro.
Ubicado a 550 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, disponía de unas cinco mil plazas hoteleras. Cuentan que para 1920 los propietarios de Minas Epecuén, una empresa que extraía sal del lugar, vieron como mucha gente iba a bañarse en el lago y le adjudicaban propiedades curativas. Entonces, decidieron levantar un balneario allí dando vida a la villa y a un gran negocio turístico.

El pueblo tuvo sus años de esplendor con la llegada de miles turistas que iban en busca de lo que hoy se conoce como turismo termal. Así colmaban sus calles y daban vida a este lugar que también se nutría de la agroganadería.
Luego llegó la tragedia como una ironía. Sus aguas curativas terminaron cubriendo la villa con una imparable inundación. Algo que fue producto de un fenómeno natural pero también culpa del hombre. El genérico no es casual, hay varias versiones del hecho. Entre ellas dicen que un canal construido en la zona, para regular el nivel de las aguas de la cadena de lagunas que se encuentran en la región, fue fatal.

Algo de ello se puede ver hoy en el centro de interpretación localizado en lo que fue la antigua estación de trenes de Epecuén, que ahora es un museo que muestras los vestigios de lo que fue esta aldea turística.
Actualmente también se puede caminar por lo que fueron sus calles en lo que es una especie de museo a cielo abierto, con un paisaje desolador. Eso es posible gracias a que las aguas que habían cubierto el pueblo están en retroceso.

De ese modo, los visitantes pueden caminar por la Avenida de Mayo, la calle principal de la villa y ver las edificaciones derrumbadas y hasta meterse dentro de ellas, ya que a pesar que hay carteles que prohíben el ingreso, no hay nadie que lo impida.
Todavía se pueden encontrar, hurgando por sus calles, objetos de aquellos años de esplendor. También se mantienen en pie una impresionante cantidad de estructuras, casas, residencias y hoteles.

Me llamó la atención la cantidad de alojamientos que había. Uno, al lado del otro. Edificaciones a punto de caer, sostenidas en el aire por arte de magia, como un castillo de naipes.
Un olor a podrido invade el lugar. Viene de la composición salitrosa del agua, del azufre. Es lo primero que se siente al tomar contacto con la laguna. Al sitio se puede acceder desde Termas de Carhué. La villa lindante que años atrás era ensombrecida por los años de gloria de Epecuén.

Hoy, la visita a las ruinas del poblado es una excursión más que se ofrece a los turistas que llegan a Carhué, que por su proximidad a la laguna tomó la posta del turismo termal. Es estraño caminar por un pueblo devastado, llegar a este lugar para ver las ruinas y caminar por el fango teñido del blanco salitre.
La panorámica también incluye flamencos que merodean por ahí y árboles despojados de vida, secos de punta a punta, con raíces peladas, pero firmes como estacas.
También sorprende ver una obra del famoso arquitecto Francisco Salamone, quien diseñó un monumental matadero allí bajo los parámetros del art decó de los años´30 y que corrió la misma suerte que la villa.

Es curioso este viaje al pasado que propone un recorrido por una catástrofe que le cambió la vida a miles de personas. Imaginen si un día el lugar donde habitan desaparece... su hogar, su trabajo, la escuela, el club, los amigos... Piensen quén sucedería? Realmente es asombroso este fenómeno turístico.